En la sociedad virtual actual vivimos obsesionados por distinguirnos, por mostrar una personalidad singular, diferente y única. Exhibimos nuestro mundo, narramos nuestros logros, publicamos nuestros sentimientos en las redes sociales con la sensación de que los demás son cercanos, familiares y conocidos.
Vivimos con dos identidades, la real y la virtual.
El problema aparece cuando nuestra personalidad siente la presión de asumir una identidad virtual exitosa, que por lo general está muy alejada de la realidad.
El filósofo Giles Lipovetsky califica nuestra época como “el reino de la personalidad”, donde sentimos un deseo irrefrenable de ser verdaderos, auténticos.
“Conócete a ti mismo” ya no es suficiente. No basta con conocerse uno mismo, también hay que mostrarlo, exhibir nuestro mundo y mostrarnos únicos.
Sin embargo, el propio sistema virtual que nos indica que somos únicos, singulares y distintos, que podemos desarrollar una personalidad arrolladora y diferente bajo el paraguas de “el éxito”, “la felicidad” o “el entusiasmo”, esconde un interés por controlar la configuración de una identidad fácilmente manipulable.
Para que no sintamos esa manipulación, el sistema ha propiciado el dinamismo, el cambio, el movimiento, como esencia de nuestra singularidad. Para ser único y exclusivo es necesario hacer, moverse, perseguir, activarse… Así, nos vemos ocupados e hiperactivos en miles de elecciones intrascendentes como “qué zapatillas de running me compro”, “qué país está de moda visitar” o “dónde me voy de vacaciones”.
Lo paradójico es que nadie nos detenemos a pensar qué es lo que hacemos diferente porque todos nos sentimos diferentes. Asumimos de manera inconsciente que nuestros deseos, nuestras acciones y nuestras ilusiones son distintos a los de los demás, sin ser conscientes de que tenemos identidades generalizadas por el sistema posmodernista: ser activos, ser entusiastas, ser emprendedores, ser consumidores.
Cuando no cumplimos con estos estándares que hemos asimilado como propios experimentamos sufrimiento. Y este sufrimiento si que es real, no virtual.
Nos ahogamos, sentimos ansiedad y desánimo, entramos en depresión. Nos juzgamos perdedores si no hacemos un viaje internacional al año o nos baja la autoestima si nuestras publicaciones en redes sociales son ignoradas.
Para que esto no nos ocurra, tenemos por delante la tarea complicada de construirnos artífices de nuestra identidad.
Este proceso implica asumir riesgos, transitar por los bordes, sentir miedo, ya que romper los límites de estas identidades virtuales hará que suframos la separación, la ignorancia o la incomprensión del resto.
Aceptar que nuestra personalidad está siempre formándose, conocer nuestras potencialidades y adaptarnos a aquello del exterior que mejor nos conviene es un camino que requiere prudencia, humildad y renuncias, pero que vale la pena recorrer.
Feliz día
Fuentes: “La felicidad paradójica” Gilles Lipovetsky.
“Filosofía ante el desánimo” José Carlos Ruiz